Me di cuanta
un día, mirando a mis espaldas,
Que las
huellas en la arena se habían borrado,
Que el viento
y el mar se las habían llevado,
Y que los
pasos que dejé, eran sólo del pasado.
Descubrí
también, que el amanecer borró la luna,
Llevándose
consigo la magia de la noche,
Dejando un
sol radiante posado sobre el mundo,
Pero que en
un ocaso se marcharía, tan sólo en un segundo.
Y la más
bella melodía paró de ser escuchada,
Y el niño que
lloraba secó sus lágrimas al dormirse,
Y es que nada
es para siempre,
Lo que demora
en nacer una vida, es lo que tarda otra en morirse.
Porque ni un
vaso de leche tibia permaneció inmutable por siempre,
Porque ni una
moneda de oro vencerá a los cuatro elementos:
Si no logra
vencerla la corrosión de la mano del hombre,
Lo hará el
fuego, lo hará el agua, lo hará la tierra o el viento.
Pero nada de
ello ocurrió con algo que llevo adentro,
Nada me hizo
borrar mis estrellas del firmamento,
Porque el
amor sabe vivir, aun después de la muerte,
Y porque todo
lo que sentía, es todo lo que ahora siento.
El tiempo
podrá borrar mi cuerpo sobre la tierra,
Tal vez, como
fue capaz con las huellas sobre la arena,
Pero no
borrará mi amor, ni aun después de la muerte,
El tiempo
borrará inclusive, la soledad y ésta terrible pena,
El tiempo
devolverá la vida, cuando logre volver a verte.
Max Belaeff
19 – 02 –
2004
No hay comentarios:
Publicar un comentario