La fábula del angelito

Huyendo despavorido de la escena de un crimen que no cometí, me senté y me puse a escribir. Es de esos caminos que no importa a dónde van, quizás voy a dejar que mis pasos... o mejor dicho, mis palabras, me lleven.

martes, 14 de febrero de 2012

14 de febrero... pero

Iba caminando por la calle y me encontré con dos perros (una hembra y un macho, en ese orden porque como suele pasar entre esos y otros mamíferos, el macho seguía a la hembra). ¡Che! No pude evitar frenarme y sacarles una foto. Sonreí. Divertido.
 
Y un segundo después de la foto, el perro hizo lo que mejor le sale: sacar la lengua y así, “sonreír” mientras mueve la cola. Y bueno, estaba feliz, ¿quién no lo estaría? Eh… sí, puede que me haya dado una pizca de envidia, no por el amor de esos perros porque cómo te va a dar envidia un perro, eso es caer muy bajo, sino porque al menos ¡no lo estaba echando!, no le dijo “¡váyase a la cucha!”

Llegué a mi casa, consternado por aquella imagen, me desplomé sobre el sillón y empecé a buscar por ahí cerca el control remoto del equipo de música. No lo encontré. Me tuve que poner a buscarlo, si iba a escuchar temas deprimentes de amor, como siempre, el amor necesita esfuerzo. ¡Lo encontré! (Estaba en la otra punta de la habitación). Volví al sillón. Me desplomé de nuevo, pero la segunda vez ya no es tan espontánea. Encendí el equipo. Carnet social. Todavía no estoy muerto ni le voy a pedir nada a San Expedito. No, la radio no. Miré el control remoto buscando el botón “CD”. En el equipo estaba puesto uno “en punta”, que dejé hace un tiempo sin saber que iba a vivir esta situación. Era un compact con un compilado de temas: y empezaron los cachetazos. Luis Miguel, Alberto Plaza, dos instrumentales de Lito Vitale, Kenny G, Sandra Mihánovich (versionando un tema de Alejandro Lerner), tres seguidos de Joaquín Sabina, uno de Joan Manuel Serrat, Andrés Calamaro (salido un poco del rock), Bon Jovi… y así varios más. Lo dejé sonando y me di cuenta de que el almanaque que tenía cerca (de esos a los que se les arranca el papel con la fecha del día anterior y que tienen una frase al reverso) todavía decía “lunes 13”. “Dejar el almanaque así es vivir en el pasado”, me dije, pero en realidad quería saber desesperadamente qué frase tenía detrás. “Nunca dejes de sonreír, ni cuando estés triste porque nunca sabés quién se puede enamorar de tu sonrisa”. ¡Qué tierno!, desde ahora en adelante no puchereo más. Lo juro.

Quizás el problema no sea la falta de amor, sino el exceso de soledad lo que me tiene mal. ¿Cómo sonreír ante esa realidad? Y entonces vuelve a aparecer aquello de que “el amor cuesta caro y requiere esfuerzo”, y eso implica sonreír también en ese marco espacio-tiempo que preferiría no vivir.
Leyendo hace mucho un libro de autoayuda, me enteré que una palabra cruel y decepcionante del diccionario de la Real Academia Española es nada menos que “pero”. Sí, porque cualquier cosa hermosa y/o esperanzadora que puedan decirte se diluye después en un “pero”. “Te quiero, sos un dulce, me encanta el chocolate, la pulsera de plata y los pasajes a Santo Domingo, PERO…” y no importa qué haya después del pero (“volví con mi ex”; “me di cuenta de que me gustan las chicas”; “estoy pasando por un mal momento personal”; “me estoy por ir a vivir a Mozambique”; “Dios es mi camino y me voy a meter en un convento”; “estoy embarazada”; “sé que estás confundido”, entre muchas otras). Y es ahí cuando quisiera agarrar a Cupido, quitarle la flecha y…

Sin embargo tengo la esperanza de encontrarme con un “pero”, como el de aquellos perros que vi esta mañana un poco después del momento en que les saqué la foto: “no sos de raza, no parece que vengas de una familia adinerada y dudo que me puedas conseguir un collar, desafinás un poco al ladrar, PERO… me ves y movés la cola, y eso no tiene precio. Te amo”.

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